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viernes, 19 de septiembre de 2014

MI CORTÁZAR

Allá por los años setenta estaba preparando mi acceso a la Universidad en un Instituto en el que, por primera vez, iba a compartir aula, recreos, pellas y romances con chicas que también por primera vez se iban a encontrar con chicos en el aula. Ese Instituto tenía fama de recoger lo que no recogían otros Institutos de Madrid, ya fuera por el expediente académico de los estudiantes, por su mala conducta, por la falta de recursos económicos, o ¡vaya usted a saber por qué! Sobre nuestros profesores se decía de todo, que uno era del Grapo, que otro era sarasa, que otra era aficionada al champán y al cuero. Entre dimes y diretes sobresalía una mujer, nuestra profesora de literatura, chiquitita, gordita, siempre con la voz rota. Ya nos habían dado los libros de texto oficiales y ella nos dijo el primer día que los forráramos y hojeáramos, pero que nosotros leeríamos El Quijote. Todos los días de clase, leíamos, en voz alta, la lectura continuada del libro, esa era nuestra asignatura y nuestra “obligación”, si bien sabíamos que todos saldríamos con buena nota al final del curso pues las redacciones diarias que hacíamos eran de su agrado. A mitad de clase leíamos a Alberti, a Machado, a Vicente Aleixandre, cosa que no era engorrosa porque en aquella época, todo el panorama musical ofrecía canciones de poetas cantadas por Serrat y por otros (tal vez, el referente más claro fuera Víctor Jara) que siempre sonaban a independencia o a libertad. Un buen día, durante la lectura acostumbrada de nuestro querido Quijote, la profesora hizo una interrupción y nos presentó a tres autores que en cierta manera conocíamos: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar. Márquez era best seller en las librerías con “Cien Años de Soledad”, Llosa campaba ya en círculos políticos y, el tercero, Cortázar, andaba por tierras de Nicaragua y Costa Rica comprometiéndose con la Revolución Sandinista. Lectura obligada de éste era Rayuela, un libro raro, un libro que se leía de una manera no “seria”, no se podía leer de una forma normal, o sí, pero que (y esto me lo colocaré de capirote en mi testa) quedaba perdido en las sombras del truque de mi infancia y “no me apetecía demasiado caer de bruces, en caída libre, desde el Cielo hasta la dura realidad de los adoquines de mi calle, con lo que le perdí la pista hasta que encontré mucho más tarde un libro: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y escrito con letras más grandes que las del título decía: Traducción: Julio Cortázar; de nuevo leía a Cortázar. Y de nuevo, era Cortázar objeto de la crítica por la forma de esquilmar sus traducciones (ya lo hizo antes con su apuesta por la versión de la Cantata Santa María de Iquique a petición del grupo Quilapayúm). Mientras tanto el tiempo corría, Márquez se colocaba una chaquetilla blanca y recogía el Nobel de Literatura (dos años después moriría Julio) y ya recientemente recibiría también el Premio el Señor Vargas Llosa. La profesora de Literatura tenía buen ojo y nos enseñó cual era el camino a seguir en las letras hispanas. Así que aquellos galardonados tenían un compañero que no había llegado al Cielo de la Academia.

Fue en una exposición en el Museo Reina Sofía donde volví a encontrarme con él. En ella había un cartel de “La Vuelta al día en Ochenta Mundos”. La exposición versaba en torno a la figura de Raymond Roussel, uno de los autores y artistas que más han inspirado a aquellos que han sabido aprovechar el movimiento que inició André Breton e integrarse en el llamado “Grupo Surrealista”. Dalí, Picabía, Man Ray, Max Ernst, Chirico, y otros recientemente que, sobre todo inspirados en las obras “Impresiones de África” y “Locus Solus” como son Cristina Iglesias o Jacques Carelman, han aportado su visión particular a ese mundo que suscitó el establecimiento, ni más ni menos, del Método Paranóico Crítico de Dalí. En el mismo sentido que estos artistas aprovecharon la visión de Roussel, Cortázar rinde homenaje a las influencias que hicieron posible el abandono de las convenciones literarias, rebelándose así y burlándose del artista burgués.

Recientemente me volví a topar con él. Impreso en una acera de las siempre mojadas calles de Amsterdam, en la noche se dejaba ver una Rayuela casi fosforescentemente apagada. El Ayuntamiento de esa ciudad rendía tributo a esa forma de ganarse el Cielo.

Ahora, que tengo tiempo para saber quién soy, miro atrás y contemplo las veces que me he visto con Cortázar, las veces que he leído y releído obras suyas, las veces que me he visto protagonista de ellas, las veces que he sentido que esta vida tiene “un sentido”. Julio Cortázar me ha dado otra oportunidad. Él es una esperanza que aparece sin avisar. Sin bombo y platillo, sin premio. Te encuentras con él, lo aceptas, te aceptas, continúas y llegas a “convencerte” de que no estás solo. Todos los días miles de Microrrelatos se estampan en redes sociales, blogs, cartas, chats y hacen posible que la realidad oficial no acabe con nuestras vidas. El Surrealismo es la única vía que necesita la Humanidad para olvidar su condición y así poder seguir viviendo, soñando, respirando y hacer posible que todo ello junto nos enseñe a ser mejores. Siempre habrá alguien que saque partido de estas cosas, alguno hará negocio y otros hasta alcanzarán el Nobel, pero el Premio Julio Cortázar es el Premio que damos todos los que no pertenecemos a ningún esquema, todos los que sólo queremos vivir. Mientras haya una Maga y un Oliveira habrá esperanza.



Raimon Smith

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