No he sentido, hasta ahora, más compañía
que la de un mirlo y su oponente a distancia. No consigo verlos pero marcan el
camino como balizas para el navegante. El reflejo de la luz, que penetra entre
los árboles, crea una sombra estelar apagada y distante. Allí está su refugio,
entre las hojas mecidas por el aire del sur. Abandono el último instante de
vida fugaz para cruzar el paso subterráneo, solitario, oscuro, tan ancho en su profundidad
como en los gravitacionales movimientos de mi cuello escrutando esa presencia.
Veo el fondo del túnel pero, de repente, me he parado. Ahora tengo miedo de
cruzarlo; no son ghules, no hay ladridos ni ruidos de hojalata, ni charcos
amenazadores de torpes caídas convencidas del inminente final. Ando de lado,
los ojos me abrazan la nuca y mastico mi mal olor. Corro, corro hasta el final.
He salido y sigo con ese escalofrío. En el negro horizonte estalla una
supernova para mí.
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